Tuve la suerte de conocer a un notable educador, deportista, entrenador y dirigente de Costa Rica: Alfredo Cruz Bolaños (1918-2006). A este gran pionero del deporte, lo conocí a finales de los 70, cuando ya había culminado una brillante carrera de logros extraordinarios y gozaba de su merecida jubilación. A pesar de esto último, a don Alfredo le sobraba mucha energía y siguió activo durante varios años más. Justamente, por encargo de la primera dama de la República, doña Estrella Zeledón de Carazo, nos tocó trabajar juntos estrechamente en un Programa de Parques Recreativos para todo Costa Rica, cuando yo trabajaba en el Instituto Costarricense de Turismo (ICT).
Hasta ese momento, el único parque recreativo previamente existente era La Sabana, en San José, una iniciativa que fue ejecutada por don Alfredo, algunas décadas antes, cuando ese espacio dejó de ser el Aeropuerto Metropolitano. La idea de doña Estrella permitiría que las familias, en especial los niños y jóvenes, pudieran disfrutar de la sana recreación al aire libre y el deporte. Con el apoyo del arquitecto paisajista chileno, don Carlos Valenzuela, se escogieron varias áreas de esparcimiento para su diseño recreativo. Cuando me convocaron a reunirme con doña Estrella, don Carlos y don Alfredo en la Casa Presidencial, había un problema que estaba deteniendo el proyecto. Los Parques Recreativos estaban construidos o en fase muy avanzada, pero no había una Institución con capacidad legal y financiera, o interés en administrarlos. La solución que logramos fue crear dentro del ICT, una unidad especializada, a la que llamamos Dirección de Recreación, con personal y recursos suficientes, para dirigirlos y administrarlos.
A mi me correspondió redactar el Decreto Ejecutivo con la Reglamentación de la nueva entidad y su primer director fue precisamente don Alfredo. Algunos años más tarde, en otro gobierno, se resolvió traspasar esas funciones al Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes. En la actualidad, es parte del Instituto Costarricense del Deporte, el ICODER. Gracias a esas circunstancias, tuvimos el privilegio de contar con la compañía de don Alfredo durante varios años en el ICT. Personalmente, mantuve su amistad por siempre.
Una de las últimas veces que compartí con el, ocurrió en el año 2003, con motivo de una actividad organizada por el Embajador de Chile, don Guillermo Yunge, y el Agregado Cultural, Gustavo Becerra, en homenaje a la poetisa chilena y Premio Nobel de Literatura, Gabriela Mistral. En la actividad hubo una muy interesante conferencia sobre la estrecha relación que tuvo la poetisa con Costa Rica, en especial con don Joaquín García Monge y el “Repertorio Americano”.
Cuando estaba finalizando la ceremonia de homenaje, don Alfredo se me acercó y me contó una anécdota, muy emotiva, que lo relacionaba a el y a su madre con la poetisa chilena. Previo a la llegada de Mistral al país, hubo un movimiento espontáneo de las maestras de Escuelas y Liceos, que reunieron fondos para que la gran poetisa y reformista de la educación en Latinoamérica, pudiera llegar desde Nueva York, Estados Unidos, donde residía. Gracias a esto, lograron con éxito que llegara en el buque Ulúa a Puerto Limón, el día 5 de septiembre de 1931. La madre de don Alfredo, que fue una de las educadoras costarricenses pertenecientes a aquel movimiento, viajó para recibirla en el Caribe. Don Alfredo tenia tan solo 12 años y su madre no tuvo con quién dejarlo, de modo que lo llevó en el viaje, siendo así el único niño presente en la delegación. Las maestras habían alquilado algunos vagones del Ferrocarril, que unía la ciudad capital con el Puerto. Ya con Gabriela Mistral a bordo del tren a San José, la poetisa se dio cuenta de que había un niño y pidió que con su madre se sentarán a su lado. Ella los interrogó sobre sus experiencias de madre, maestra y de niño estudiante y les compartió sus propias ideas educativas. De acuerdo a don Alfredo, durante la conversación, Mistral le acariciaba dulcemente su cabeza. El viaje en tren duraba muchas horas y el paisaje tan verde, de tantos contrastes, de ríos torrentosos, montañas y precipicios, valles plantados y grandes extensiones de bosque tropical, cautivaron la atención de Mistral, que no cesaba de hacer preguntas a sus fervientes admiradoras y anfitrionas, que la acompañaban emocionadas.
Aquel recuerdo que don Alfredo compartió conmigo espontáneamente en aquel evento, fue para mí fue muy especial. Me comentó, que fue uno de los más fuertes y emotivos de su vida y que muchas veces en sus sueños, creía sentir la mano de Gabriela Mistral acariciando su cabeza. Esas horas fueron también uno de los recuerdos más hermosos de su propia madre, que vivió junto a la poetisa uno de los momentos más felices e inspiradores de su vida, y eso, no se olvida nunca.
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