En la vida de muchas personas se dan situaciones conflictivas cuyo origen parece inexplicable. Sin que haya ningún motivo conocido, se nos aparecen personas que no nos quieren y que lo manifiestan activamente. Hasta los más simpáticos y bonachones descubren que hay quienes los aborrecen. Es como si la letra de la popular canción mexicana, “no soy monedita de oro pa’ caerle bien a todos”, tuviera una máxima vigencia.

Este tipo de situaciones son más explicables cuando se dan en el mundo de las altas esferas sociales, como la política, los grandes negocios o el de los considerados famosos y la farándula. Sentimientos como la envidia, las calumnias, los prejuicios sociales, raciales, religiosos o ideológicos les echan más leña a esas hogueras.

En mi experiencia, me ha tocado varias veces encontrarme con la sorpresa de saber que ha habido personas que me detestaban profundamente. En algunos casos, he llegado a descubrir los motivos, aunque tardíamente, porque soy bastante ingenuo, “cajita blanca”, como dicen en Costa Rica.

Por dicha, son tantos los buenos amigos que he logrado, que me resulta muy difícil recordar nombres de personas a las que pueda considerar enemigos de la vida. Dejo por fuera a personas vinculadas a crímenes comunes o a los derechos humanos, con quienes jamás podría tener la más mínima afinidad.

A veces, ocurren situaciones que, una vez aclaradas, se convierten en ridículas, o graciosas, y que sirven para alegrar conversaciones y recuerdos. De hecho, muchas reconciliaciones y buenas amistades han surgido, o se han fortalecido, solo después de una fuerte pelea que ha servido para sacarse clavos o aclarar equívocos.

Hay incluso un género literario conocido como “comedia de las  equivocaciones”, basada en una obra de William Shakespeare (1564-1616), que fue muy popular especialmente en el teatro y el cine en el siglo pasado, explotando los extremos, graciosos, trágicos o ridículos a los que se puede llegar a partir de la observación errónea o parcial de un hecho.

Me voy a permitir recordar dos momentos en los que me gané una fuerte enemistad, sin sospecharlo, ni tener ninguna intención, a partir de una errada percepción de mi persona. La primera me ocurrió en Chile a fines de 1970, cuando yo llevaba solo un mes de haber sido nombrado Director Nacional de Turismo y tenía 27 años de edad.

Recibí al Cónsul honorario de Israel, un caballero y empresario muy distinguido, quien me invitaba a un almuerzo en su casa, con motivo de la visita del viceministro del ministerio de Turismo de su país. Acepté de inmediato y pocos días después, me confirmó con hora y fecha.

En esos días yo estaba muy abrumado de trabajo, ya que tenía que poner en marcha un ambicioso programa de Turismo Social, los Balnearios Populares, que eran de la máxima prioridad del presidente de la República, el Dr. Salvador Allende, y, además, neutralizar una campaña de boicot a la temporada turística veraniega de 1971, impulsada por un sector de la oposición política al gobierno, en los mercados de Argentina, Brasil y Uruguay.

Debido a ello, olvidé el compromiso y cuando mi secretaria me lo recordó, ya tenía un retraso importante de casi una hora. Al llegar a la casa del Cónsul, avergonzado por mi retraso y dando disculpas, me di cuenta de que yo era el invitado local principal, por lo que el almuerzo aún no se iniciaba. Había unas pocas personas más, entre ellas un intelectual chileno, de origen judío, muy conocido por ser de ideas bastante extremistas dentro del Partido Socialista. Aunque era adversario ideológico del presidente Allende, al que tildaba de no ser revolucionario, este lo había nombrado director del periódico del gobierno, en un gesto generoso, muy característico de la personalidad conciliadora del presidente.

Al integrarme al grupo, me di cuenta de que este intelectual había monopolizado la conversación, dando una explicación sobre el gobierno del presidente Allende completamente alejada de la realidad, planteando la estrategia de la lucha armada, expresamente rechazada por el presidente. Como yo no quería dar un triste espectáculo de ponerme a discutir con alguien que, supuestamente éramos miembros del mismo gobierno, preferí buscar un cambio de tema y, apenas se dio la oportunidad, le pregunté al visitante acerca de su experiencia en el desarrollo turístico de Israel.

Su respuesta fue muy sorprendente, porque dijo que no tenía ninguna experiencia y que recién había asumido el cargo de viceministro de Turismo. La sorpresa fue mucho mayor cuando, ante nuevas preguntas, nos reveló que era un aguerrido y experimentado militar, desde su más temprana juventud, como partisano en la Segunda Guerra Mundial, en Yugoslavia, a las órdenes del famoso Mariscal Tito, luchando contra las tropas invasoras de Hitler. Luego, cuando nació el Estado de Israel, se unió a su ejército hasta convertirse en uno de sus principales comandantes. Había participado en la reciente guerra de los Seis Días, en la que los israelíes barrieron al ejército de Egipto. El último cargo que había ejercido era el de viceministro de Defensa, a las órdenes de su épico ministro, el general Moshé Dayan.

Al darnos cuenta de estar ante un protagonista directo de hechos históricos tan relevantes, el foco de la conversación cambió totalmente. Todos queríamos saber más sobre tan fascinante personaje. Yo que era un fanático de la historia, gran admirador de los valientes que se enfrentaron a Hitler, muy sensible y solidario con las víctimas del holocausto en Alemania y Polonia, y también observador pro-israelí de las guerras en el Medio Oriente en aquella época, disfruté mucho de su relato. En Chile, en esos años, se había proyectado la película “Éxodo”, con enorme éxito de audiencia, lo que reflejaba también gran simpatía popular por la causa israelí.

Al finalizar la actividad, me sentí muy feliz, tanto por lo interesante que había sido, como por haber evitado una discusión innecesaria. Sin embargo, pocos meses después supe que este intelectual, se refería negativamente respecto de mí e instruía a los periodistas del medio que dirigía a no publicar noticias de turismo.

Sin embargo, los periodistas de ese medio tenían mucho interés en los programas que la Dirección Nacional de Turismo desarrollaba, por lo que no le hacían caso, lo que lo irritaba bastante. Algún tiempo después supe que su enojo conmigo se había originado en la creencia equivocada, de que yo conocía previamente la trayectoria del viceministro de Turismo de Israel, y que las preguntas que yo le había hecho tenían la mala intención de poner en ridículo sus teorías sobre lucha armada frente a un verdadero superexperto en la materia.

Lamentablemente nunca tuve la oportunidad de aclararle el equívoco. También, supe que, aunque en teoría abrazaba ideas que lo situaban como partidario de la lucha armada, en su vida real fue una persona notablemente pacífica y que culminó su carrera académica como profesor de Derechos Humanos en una Universidad de la República Federal Alemana. Creo que, de haber aclarado el equívoco, habríamos disfrutado de una buena amistad.

Otra anécdota originada en una apreciación equivocada sobre mi persona la viví en Costa Rica, varios años después. Yo trabajaba en una Institución del gobierno, como consultor en un proyecto de formación profesional y como subdirector de Desarrollo Turístico. Aunque en esos primeros años, mi esposa y yo habíamos tenido las normales tribulaciones de adaptación a un nuevo país, en el balance de penas y alegrías, el resultado lo sentíamos positivo.

En realidad, lo más angustioso había sido el embarazo, por el nacimiento de nuestro primer hijo, que fue bastante tortuoso y que obligó a mi esposa a un largo periodo de reposo. Por mi parte, por la naturaleza de mi trabajo, yo tenía que recorrer todo el país, inventariando su patrimonio turístico y hotelero, lo que me provocaba sentimientos de alegría y admiración constantes. No obstante, lo que más me gustaba eran las miles de personas con las que me relacionaba. De ahí que, aunque nunca he perdido el acento chileno, asimilé muchas expresiones populares del lenguaje costarricense, como el famoso “Pura Vida” o el tradicional “Bien por dicha”.

En ese contexto, varios compañeros de trabajo me informaron que había un funcionario de la Institución que emitía opiniones negativas sobre mi persona. Me preguntaron si yo lo conocía y si había tenido alguna confrontación con él. Les causó sorpresa saber, que yo casi no lo conocía y que el único contacto que tenía con él era al comenzar la jornada, en el ascensor, ya que su oficina estaba en el segundo piso y la mía en el cuarto. Uno de ellos me preguntó, ¿de qué hablábamos en el ascensor?, a lo que respondí que, de nada, ya que esos pocos segundos compartidos en el ascensor solo daban tiempo para un rápido saludo. La pregunta siguiente fue ¿y cómo se saludan?. Yo les dije, generalmente él me dice, “hola, ¿cómo estás?” y yo le respondo “bien, por dicha”, aunque algunas veces, por variar, le respondo “pura vida” y esa es toda la conversación.

Luego de un momento de silencio, uno de mis amigos, que también era agricultor y tenía una innata sabiduría campesina, dio la solución. Lo que pasa Carlitos, dijo con acento cazurro, es que esta persona le tiene envidia, porque usted llega a todas partes muy sonriente y feliz, y hay personas que pueden estar pasando situaciones negativas en sus familias o en el trabajo a las que su alegría les molesta. Todo el grupo coincidió en el diagnóstico y en que la solución era tratar de no aparecer tan feliz cada vez que me encontrara con ese señor. En ese momento, pensé que era un consejo loco, difícil de aplicar, porque carezco de cualidades histriónicas suficientes para fingir un estado de ánimo diferente al natural.

Al día siguiente, había olvidado los consejos y, al entrar al ascensor y recibir su habitual saludo traté frenéticamente de improvisar una respuesta diferente, atinando solamente a un débil y cariacontecido, “más o menos”. Fue suficiente eso para que, en lugar de salir del ascensor en su piso, continuara acompañándome, preguntándome, qué me pasaba, qué problema tenía. Yo no estaba preparado para semejante interrogatorio y en mi desesperación, le inventé una enfermedad a mi esposa, lo que fue craso error, ya que las enfermedades son un tema de conversación en que los ticos son expertos. Debido a ello, tuve que mantener la enfermedad imaginaria de mi esposa por varios días, ante su continuo interés. Al cabo de un tiempo tuve que decirle que se había mejorado, presionado por el hecho de que mi esposa, que no sabía nada de su supuesta enfermedad, era periodista de un medio de comunicación importante del país y que con frecuencia atendía noticias en el Instituto Costarricense de Turismo donde yo trabajaba.

Lo interesante y valioso fue que su opinión sobre mi persona cambió completamente, sus comentarios dejaron de ser críticos y expresaban gran simpatía y respeto por mis actuaciones, al extremo de convertirse en un muy buen amigo.

La enseñanza de estas dos anécdotas es que cuando alguien se da cuenta de ser víctima de una enemistad por causas desconocidas o equivocadas, no hay que menospreciarlas ni quedarse callado. Hay que aclararlas, dar las excusas y explicaciones que correspondan, lo más pronto posible, aunque sea … con una enfermedad imaginaria.