Uno de los episodios posiblemente menos recordados de los primeros meses del gobierno del presidente Salvador Allende está vinculado a la implementación del programa de Turismo Social, que él había promovido desde su etapa como candidato.

En realidad, la idea de desarrollar iniciativas de turismo social, lo acompañaba desde mucho antes —probablemente desde su gestión como ministro de Salud, bajo el gobierno del presidente Pedro Aguirre Cerda, a comienzos de los años cuarenta.
Para Allende, en su calidad de médico, la salud era un eje fundamental. En su opinión, las vacaciones pagadas, si bien representaban un logro significativo en la lucha social de los trabajadores, no eran suficientes para garantizar una auténtica recuperación física, espiritual e intelectual.
Por ello, consideraba imprescindible complementar ese derecho con recursos económicos y materiales, que permitieran a los trabajadores y sus familias disfrutar de vacaciones dignas, con verdadera recreación y reposo tras largos meses de trabajo extenuante.
Esta convicción del presidente se plasmó en buena parte del programa de gobierno y en varios puntos de las conocidas “40 medidas”, que incluían el turismo social en diversas modalidades.
Como ciudadano de Viña del Mar, ciudad eminentemente turística, comprendí profundamente ese pensamiento. Incluso antes de su elección, promoví iniciativas en esa dirección, especialmente en el ámbito del turismo juvenil. Transformamos la planta baja del estadio Sausalito en el primer albergue juvenil de la región, y colaboramos en otras propuestas turísticas impulsadas desde nuestra ciudad, entonces considerada la capital turística del país.
Al asumir el cargo de director Nacional de Turismo, designado por el presidente, enfrenté retos significativos relacionados con las prioridades del gobierno para el sector. El desafío más urgente era poner en marcha el programa de Turismo Social, también conocido como el plan de los balnearios populares, cuyo inicio estaba previsto para los primeros meses del año siguiente. No obstante, surgieron obstáculos complejos que presagiaban mayores dificultades. Algunos eran de orden operativo; otros, más decisivos, estaban vinculados a la falta de recursos financieros tanto para la gestión como para la administración del programa.
El plan contemplaba que la coordinación de los grupos familiares beneficiarios estuviera a cargo de la Central Única de Trabajadores. Sin embargo, dicha organización carecía de la infraestructura y los fondos necesarios para asumir tal responsabilidad, además de que no todos los trabajadores estaban afiliados a ella.
El presidente aspiraba a que el programa tuviera un carácter verdaderamente masivo, incluyendo a trabajadores sindicalizados y no sindicalizados, pobladores organizados en juntas de vecinos, y madres jefas de hogar, a través de sus centros respectivos.
Lo más grave, sin embargo, era la carencia de recursos para gestionar el programa en su conjunto. Se había determinado que la Dirección Nacional de Turismo era el único organismo estatal con competencia jurídica para ejecutar el plan, gracias a una legislación que le permitía contratar servicios, administrar instalaciones —como hoteles y albergues—, adquirir equipos y contratar personal técnico.
A pesar de contar con esa atribución legal, la dirección carecía de presupuesto porque nunca había ejercido funciones de esa envergadura. Era imprescindible, entonces, que el Congreso Nacional y el Poder Ejecutivo aprobaran una reforma al presupuesto de 1971 para asignar los fondos necesarios. Ese proceso, que debía ocurrir a fines de 1970, se topaba con el obstáculo político de que el gobierno no contaba con mayoría parlamentaria: el Congreso estaba dominado por dos grandes partidos de oposición, la Democracia Cristiana y el Partido Nacional.
La pugna ideológica
A ello se sumaba la resistencia de ciertos parlamentarios, de ambos partidos opositores, quienes se negaban a apoyar cualquier iniciativa que pudiera fortalecer políticamente al gobierno de la Unidad Popular. Muchos veían el plan de Turismo Social como una herramienta para promover objetivos partidistas.
El presidente Allende, en diversas ocasiones durante octubre y noviembre de 1970, insistió en que el programa perseguía fines eminentemente sociales, desprovistos de sectarismo o cálculo político. Me dio instrucciones categóricas —a mí y a mis colaboradores— de respetar y cumplir esos principios, en los que todos creímos con convicción.
En este contexto, el Ministerio de Hacienda propuso una reforma al presupuesto extraordinario, asignando 10 millones de escudos (equivalentes a unos 1.100.000 dólares de la época), que cubrirían íntegramente las necesidades del programa. La responsabilidad de la ejecución total recaería en el director Nacional de Turismo. Al acercarse la votación, mis compañeros y yo aguardábamos con esperanza y optimismo la aprobación del presupuesto. Ya teníamos listos los contratos y decisiones para iniciar el programa en la primera semana de enero de 1971. Sin embargo, circulaban mensajes pesimistas desde otras instancias del gobierno, anticipando un probable rechazo, mientras arreciaban los ataques de la oposición.
Los dos grandes partidos opositores se habían coaligado para revisar el presupuesto extraordinario y determinar qué artículos serían aprobados o rechazados. Delegaron la responsabilidad en sus respectivos presidentes: el senador Renán Fuentealba Moena, por la Democracia Cristiana, y el senador Francisco Bulnes Sanfuentes, por el Partido Nacional. Sus decisiones serían acatadas por todos sus parlamentarios.

La audiencia crucial
En ese escenario, fui convocado a una audiencia ante la comisión especial del Senado, en la que estaban presentes estos dos senadores y otros legisladores. Desde el inicio, solo intervinieron los senadores Fuentealba y Bulnes, quienes me pidieron una exposición detallada sobre el plan, seguida de un riguroso interrogatorio. Estaban bien informados sobre el programa y las críticas que se le hacían desde la oposición. Luego supe que mi intervención recibió más atención que otras propuestas, y que, aunque exigente, el trato fue respetuoso, algo inusual considerando la trayectoria de los senadores y mi juventud como funcionario del nuevo gobierno.
La audiencia concluyó cuando el senador Fuentealba solicitó una respuesta definitiva: quería saber si estaba dispuesto a jurar que el programa no sería usado con fines políticos ni sectarios. Sin vacilar, respondí: “Sí, lo juro solemnemente por Dios”.
La sesión terminó y me informaron que me comunicarían su decisión más tarde. Ya entrada la noche, aguardé en las oficinas de la Dirección de Turismo, ubicadas en la calle Catedral frente al Senado. Luego de media hora, recibí una llamada del presidente Allende informándome que el presupuesto había sido aprobado. Me felicitó por mi intervención y me instó a poner el programa en marcha de inmediato. La noticia fue celebrada con enorme entusiasmo por todo mi equipo.
La vorágine política de aquellos años, marcada por iniciativas como esta, impidió que volviera a tener contacto con los senadores Fuentealba y Bulnes, a quienes ni siquiera agradecí personalmente por el apoyo brindado. En 1972 y 1973 ya no fue necesario recurrir a presupuestos extraordinarios, pues los fondos fueron incluidos en el presupuesto ordinario.
Años después, al rememorar estos hechos, me surgieron dudas sobre la trascendencia de mi participación. Pensé que era improbable que las palabras de un joven funcionario hubiesen influido tanto en la decisión final. Llegué así a una conclusión, que he compartido solo con amigos cercanos: la causa real —o al menos la más determinante— de la aprobación fue una amistad no declarada, pero sincera, entre el presidente Allende y sus antiguos colegas en el Senado, los senadores Fuentealba y Bulnes. Conociendo el carácter del presidente, que distinguía claramente entre amigos y adversarios, y que valoraba las relaciones políticas personales de amistad, se reafirmó mi convicción.
El reencuentro en el exilio
Algunos años después, como resultado de la atroz dictadura de Pinochet, el senador Renán Fuentealba se convirtió en un opositor decidido al régimen, lo que lo llevó a ser condenado al exilio. Se trasladó a Costa Rica, donde tuve el privilegio de recibirlo junto a su esposa y compartir con ellos numerosos momentos de añoranza por la patria abandonada. En una de esas ocasiones, le recordé el episodio que habíamos vivido juntos en el Senado. Él, con una memoria admirable, lo recordó con claridad. Aquello me permitió agradecerle —con varios años de retraso— el apoyo que nos brindó en una coyuntura tan decisiva.

En estos tiempos difíciles que atraviesa el mundo —donde la política parece haber perdido el sentido humano que antaño la distinguía, donde la confrontación prevalece sobre el diálogo— resulta valioso recordar estos episodios ocurridos en Chile. No solo por lo que significaron en su momento, sino porque su mensaje sigue siendo vigente para muchos países democráticos que hoy enfrentan crisis de convivencia, de confianza y de esperanza.
José Luis Basilio Talavera
Excelente anécdota de tú prestigiosa trayectoria del turismo en Chile y Costa Rica.
¡Eres un orgullo para los profesionales de turismo de Latinoamérica!
Desde Acapulco, México, fuerte abrazo estimado Carlos Lizama.